José Carlos Serván M.
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Ángel de la Guarda |
El blanco e inmaculado guardapolvo no tardaría en cambiar de color. Carreras, saltos y todos los juegos inimaginables tenían cabida en nuestro diario vivir escolar. Las reprimendas de la maestra, los castigos de la época, (todavía se practicaba aquello de "la letra entra con sangre") y en esto era un especialista el profesor Villafana, a quien cariñosamente llamábamos "chupito". La notificación para llevar a casa era lo más desagradable a cumplir.
El famoso tranvía de Chorrillos a Lima, era la gran preocupación de nuestros padres. La audacia infantil y la palomillada nos convirtió en "gorreros prematuros". Eramos inconscientes del peligro y el juego nos distraía y exponía a lo peor. Imagínense, a mis escasos 7 años y ya estaba envuelto en distracciones como la que motiva esta nota. Debo recordarles que aquel armatoste llamado tranvía, era el protagonista de muchos accidentes sobre los rieles, con su saldo de muertes. Triste es recordarlo.
Les cuento. Una vez, saliendo del colegio y rumbo al hogar, se me ocurrió chancar "chapitas". Tenía unas 20 y las colocaba en hileras sobre uno de los rieles. Tan concentrado estaba, que no advertí la proximidad del carromato. Una a una ubicaba las chapitas y pensaba en los "run run" que iba a obtener para jugar al "no hay gallo para mi pollo". Me había quedado rezagado y mis compañeros se habían alejado considerablemente. Sólo, en medio de los rieles y pese a los gritos de muchas personas, seguía concentrado en mi tarea.
La verdad que mi reacción fué tardía. Me vi de pronto ante aquella gigante máquina y, paralizado, no atiné a nada. La sirena sonaba y el motorista, quien sabe irresponsablemente, aceleraba como para asustarme. Frenó con gran estridencia pero era dificil detener el vehículo. ¿Qué pasó?... Como enviado del cielo, un soldadito de nuestro ejército con su verde uniforme y cual super hombre en acción, me tomó en sus brazos y se arrojó a un lado, cayendo ambos en medio de una acequia que bordeaba los rieles.
Había estropeado su vestimenta y sin embargo atinó a consolarme en mi llanto. Mientras que el tranvía se alejaba, me llevó con él a una tiendecita cercana y calmó mis nervios invitándome una gaseosa. Se fue raudo a su servicio militar, quien sabe con una tardanza que le ocasionaría una sanción. ¿EXISTE EL ANGEL DE LA GUARDA?... ¡AFIRMATIVO!. Aquel soldado lo fue. No volví a verlo jamás y casi a diario, por muchos años, traté de hallarlo. Debe estar al lado de Dios, cumpliendo nobles misiones. Hoy puedo afirmar que mi Ángel Guardián continúa a nuestro lado y así podemos seguir viendo la luz de Dios en este mundo cada vez más oscuro. Gracias.
Señor Servàn, muy bonita historia de su infancia, me agrada sobremanera còmo la narra Ud., tal vez, porque soy profesora de Comunicaciòn, y observo que no tiene nada que envidiarle a los narradores peruanos.
ResponderEliminarSiempre paso a darle una ojeada a su pàgina, ya anteriormente le escribì.
Hasta pronto, saludos
Profesora Lidia Rosa:
ResponderEliminarSus palabras para mi son mi "Premio Nobel". Cada persona que por curiosidad ingresa a mis blogs y me manifiesta algo o comenta lo que escribo, nos alegra sobremanera. No recibimos ni un aliciente económico y ya estamos rodeados de avisos. Ojalá, antes de irnos, recibamos una compensación pero, sus palabras, son premio mayor para mí. La abrazo.